Hace apenas unos años, la programación era una frontera.
Un territorio nuevo donde un chico con una notebook vieja y una cuenta de GitHub podía cambiar su destino.
No hacía falta un diploma, ni un apellido, ni una carta de presentación. Bastaba escribir código que funcionara.
Era una revolución silenciosa: la primera industria moderna donde la habilidad demostrable valía más que la credencial.
Un médico, un abogado, un contador, saben que sin los años de formación reglada, sin los sellos, sin el colegio profesional, no hay puerta posible.
Pero el programador autodidacta siempre tuvo esa grieta por donde filtrarse: el código no miente.
Compila o no compila.
Funciona o no funciona.
Y en ese binarismo tan puro, el mercado encontró un nuevo tipo de meritocracia.
El milagro de la baja barrera
La programación floreció porque democratizó el acceso al valor económico.
Aprender a programar no requería más que tiempo, curiosidad y conexión a internet.
Mientras otras profesiones custodiaban su conocimiento dentro de muros institucionales, el mundo del software se organizó como una especie de tribu global:
foros, repositorios, tutoriales, comunidades open source.
Un sistema educativo paralelo, hecho de buena voluntad y de problemas compartidos.
Eso creó un fenómeno único: personas sin estudios formales que lograban, con proyectos concretos, ser empleables, valiosas, necesarias.
Era posible construir algo útil desde una habitación, sin pedir permiso.
Y las empresas, ávidas de talento, no podían ignorar a quien traía soluciones, aunque no tuviera un título que lo avalara.
El mercado del software, entonces, premiaba la acción sobre la validación.
Y por eso tantos llegaron sin pasar por la universidad: porque se podía mostrar antes que prometer.
El nuevo descenso del muro
Hoy, con la inteligencia artificial, ese muro baja todavía más.
Ya no solo es posible aprender a programar sin maestro; ahora también es posible programar sin saber programar.
Modelos de lenguaje, asistentes de código, generadores de interfaces:
la IA convierte en realidad lo que hace una década era un sueño de ciencia ficción.
Y como toda revolución tecnológica, abarata lo que antes era escaso.
Cuando algo que era difícil se vuelve accesible, el precio cae.
Es economía básica: si la barrera de entrada baja, la oferta sube.
Y si la demanda no crece al mismo ritmo, el valor relativo del trabajo disminuye.
La programación se volvió abundante
Esto no significa el fin del programador, sino el fin de cierto tipo de programador:
el que era necesario solo por saber escribir código.
Esa habilidad, que fue oro, se está volviendo arena.
El código básico —una landing page, una integración, un script— ya no es un producto escaso.
La IA lo genera en segundos, el autodidacta lo aprende en semanas, el mercado lo compra en masa.
Y como toda materia prima que se multiplica, pierde poder de negociación.
Pero lo interesante es lo que viene después.
Porque cuando el código se vuelve barato, lo valioso deja de ser el hacer, y pasa a ser el decidir qué hacer.
De la técnica al criterio
En un mundo donde cualquiera puede construir, el diferencial no está en el teclado sino en el pensamiento.
La economía del software se está desplazando del saber hacer al saber qué hacer.
La técnica se comoditiza; el criterio se capitaliza.
Las empresas ya no buscan solo a quien escribe código, sino a quien entiende sistemas, integra inteligencias, detecta problemas reales y puede usar las herramientas —humanas y artificiales— para resolverlos.
El programador del futuro no es un técnico aislado: es un estratega rodeado de máquinas que también piensan.
Oferta, demanda y sentido
Desde la mirada económica, el proceso es predecible:
más oferta de programadores → precios más bajos → más empresas que pueden desarrollar software → mayor demanda global.
Pero esa demanda crece hacia otro lado: ya no se contrata solo para “hacer”, sino para pensar mejor.
Lo que antes era un oficio técnico ahora se convierte en un arte de diseño, de contexto, de comprensión humana.
La IA escribe código, pero no sabe para quién ni por qué.
Esa sigue siendo nuestra tarea.
Por eso, aunque el precio del trabajo básico cae, el valor del trabajo inteligente aumenta.
Como pasó con la imprenta: desapareció el copista, pero nació el editor.
Como pasó con internet: se hundió el distribuidor, pero emergió el curador.
La IA no destruye el oficio: lo redefine.
El futuro del programador
Quizás dentro de unos años ya no se hable de “programadores” sino de arquitectos de pensamiento digital, personas que entienden tanto a los algoritmos como a las personas.
El lenguaje dejará de ser el de los lenguajes de programación, y será el de los sistemas: flujos, datos, decisiones, ética, sentido.
La barrera seguirá cayendo.
Habrá más gente creando, automatizando, soñando con la ayuda de inteligencias artificiales.
Y eso está bien.
Porque cada vez que el conocimiento se vuelve accesible, el mundo se mueve un poco hacia adelante.
El reto no será competir con las máquinas, sino aprender a ser más humanos que nunca: a pensar, a conectar, a imaginar.
La programación nos enseñó algo que la IA ahora nos recuerda:
que el poder real no está en lo que sabemos hacer, sino en lo que podemos comprender y decidir.
Y cuando el código se vuelva completamente barato,
cuando todos podamos construir con un simple prompt,
lo que quedará para distinguirnos
no será la destreza técnica,
sino la lucidez con la que elegimos qué vale la pena construir.
¿Querés que te lo edite para que suene con tono de publicación periodística (por ejemplo, para Medium o LinkedIn, con estructura visual, subtítulos breves y ritmo más conversacional)? Puedo adaptarlo a ese formato fácilmente.